Las madres negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras son mucho más que dadoras de vida. Son columnas espirituales, sembradoras de cultura, y vigías de la dignidad. Con cada gesto de cuidado, con cada palabra tejida en lengua, con cada plato servido desde la abundancia de la escasez, sostienen a generaciones enteras, a pesar del olvido sistemático, del racismo estructural y de las violencias heredadas.
Estas madres han tenido que criar en medio de la pobreza impuesta, han tenido que resistir mientras sus hijos eran perseguidos, mientras sus cuerpos eran señalados o sus saberes invisibilizados. Pero aún así, no se han rendido. No han dejado de amar. Porque el amor que siembran no es ingenuo ni dócil: es un amor profundamente político, ancestral y colectivo. Un amor que sana, que organiza, que protege.
Ellas maternan con dignidad, incluso cuando el Estado les ha negado casi todo. Su maternidad no se limita al vínculo biológico: es una forma de liderazgo, una pedagogía viva que forma comunidades enteras, una espiritualidad encarnada en la rutina. Desde las cocinas, los patios, los ríos y los altares, enseñan a resistir, a recordar, a soñar.
Son las que nos sostienen cuando todo parece desmoronarse. Las que entierran a sus hijos asesinados por la violencia, pero al día siguiente levantan su voz en la plaza o en la radio comunitaria. Las que, con sus manos, limpian la herida del pueblo. Las que siembran esperanza donde solo hay dolor.
Hoy las honramos no solo por ser madres en el sentido tradicional, sino por ser el alma profunda de nuestros pueblos. Gracias por resistir desde el amor, por hablarnos con sabiduría, por mantener viva la memoria de quienes vinieron antes, y por abrirnos camino con sus pasos firmes.
Hoy, y todos los días, decimos: gracias madre negra, madre raizal, madre palenquera, madre afrocolombiana. Tu existencia es faro, tu ternura es fuego, tu lucha es nuestra raíz.